Deslindes
Por Armando SEPULVEDA IBARRA*
Como si tuviera un olfato de roedor de alcantarilla y
percibiera los desastres antes de irse con todo a pique, el célebre señor
Carstens, aquel de “El Catarrito”, abandonó en estampida el barco de los
“salvadores de México” en uno más de los augurios o símbolos recientes de que
la tempestad que viene sacudirá las estructuras del viejo y descompuesto
sistema y abrirá en la adversidad las puertas a una transición política de
veras, con personajes o grupos de la sociedad
interesados en rescatar al país de la ruina adonde lo arrastró una clase
política inepta y corrupta, codiciosa y rapaz, ahora angustiada por saber que
hasta sus más insignes figuras esperan con resignación la fatal señal de
¡sálvese quien pueda! al final de los
tiempos para evacuar sus partidos e ideologías de cascarón de los saqueados
presupuestos y tesoros de la nación.
Por más que intenten simularlo con ridículas poses de mimos
y frases hechas y simplonas de cómo creen, según su miope visión, que darán la
cara a la calamidad que asedia a México y sus endebles fortalezas después de
los cambios de rumbo en Estados Unidos y otras latitudes, existe en efecto
entre los clanes en el poder una enfermiza mezcla de temor y temblor -- como diría el filósofo y teólogo danés Soren
Kierkegaard – por la forma como las sucesos imprevistos e inauditos para sus
medianías intelectuales han ido a derrumbarles sus planes perversos de
continuar con el dominio y secuestro de la escena política y de la voluntad de
las masas con la sola idea ya gastada de repetirles la misma canción de la
democracia entrecomillas, a su antojo y sus reglas de manoseo, lejos de la
gente y sus necesidades, a usarlos como en toda época electorera para su
beneficio personal y de grupos cómplices.
Ya les brincó un indicio del futuro que amenaza al porvenir
de sus infecundas testas: Carstens, imagen falsa de una estabilidad financiera
y económica artificial y de palabra, sabe que avanza sobre el país una crisis
de grandes dimensiones con el ascenso del señor Trump a la Presidencia del
vecino del norte y con una economía ya sin más alfileres para sostenerla como
hasta hoy, con una versión macroeconómica irreal que vislumbra otra caída del
producto interno bruto a menos del dos por ciento, la salida o retorno de
capitales a sus orígenes, la persistente devaluación del peso y la escasez de
liderazgos políticos y de partidos sólidos para sumar con ideas y proyectos la
unidad de la sociedad en momentos críticos que reclaman un frente común para
atender los problemas.
Cobardías, escapes y realidades aparte, el paso del señor
Carstens por las desvencijadas finanzas
nacionales mereció sus aciertos y errores, al margen de sus fanáticos y lame
suelas del periodismo servil y lacayo que añorarán su descomunal peso en estos
menesteres: sometió la inflación a un promedio de tres por ciento anual,
castigó con su control otros rubros, resintió un mediocre crecimiento del PIB
inferior al dos por ciento anual y contuvo el empleo en cifras insignificantes
con las austeridades, aceptó con pasmo que la deuda pública se disparara a
niveles peligrosos e incontrolables y, para redondear el drama, su
especialidad, la de regular y erradicar los traspiés de la moneda, le pagó caro: de una cotización
de 10.99 pesos por dólar en diciembre de 2006 cuando tomó posesión de
secretario de Hacienda hasta su nombramiento y secuela de gobernador del Banco
de México de diciembre de 2009 a la fecha, pasó al día de ayer a 20.90 por
billete verde, a casi el doble, una muestra de su ferocidad de que, como López
Portillo, defendió el peso “como un perro”. Su sabia enseñanza de la escuela de
los “chicago boys” le indujo a atreverse a decir en cierta ocasión desde
Hacienda que la economía de México había dejado de ser vulnerable a los
vaivenes de la de Estados Unidos y nunca
más volveríamos a sufrir una pulmonía cuando al vecino le afectara un
catarrito.
Fuera de la irresponsable huida del señor Carstens por la
puerta trasera, como las ratas que
huelen el desastre y lanzan sus correosos y encebados cuerpos al agua
para salvar el pellejo antes de que el barco zozobre y termine por hundirse,
los síntomas de la grave enfermedad del sistema político en su conjunto
predicen como el oráculo la venida de la transición real luego del fracaso de
la clase política tradicional y del fenomenal desprecio y repudio de la
sociedad hacia sus desprestigiados personajes, al extremo de que, por ejemplo,
al gabinete del señor Peña nadie le aprueba ni siquiera con un salvador “de
panzaso” con un seis, según la encuesta de la semana pasada del diario Reforma.
Por el mismo tobogán baja presuroso en caída libre la descalificada figura del
hijo pródigo de Atlacomulco, así como la inmensa mayoría de sus alebrestados
contendientes a las aspiraciones presidenciales, un coto de poder donde habrá
sorpresas para los soñadores y para los cerebritos hacedores de pesadillas y
las nuevas rutas para ascender al antiguo trono estilo principesco.
Inclemente bajo la tormentosa andanada de críticas, errores
y desencuentros con la sociedad, el clan en el poder simbolizó su pérdida de
fuerza y control con otras debilidades y, tras muchas resistencias, sus afanes
autoritarios cedieron a la protesta general contra la aviesa y pícara intención de imponer al señor
Raúl Cervantes, distinguido y fiel miembro de la corte peñista, como Fiscal
Anticorrupción con pase automático por ser el procurador General de la
República, para que desde allí pudiera, según las malas lenguas sospechaban,
cuidar las espaldas a la penosa retirada del señor Peña de la silla presidencial
por si acaso por entonces olvidara detrás algún fortuito resquicio por donde la
perversidad de la gente oficiosa quisiera sentarlo en el banquillo de los
acusados, para saber si salió con algunos centavos más entre los bolsillos de
los que entró a los aposentos de Los Pinos.
En la llorosa ruta cuesta abajo de popularidad y consenso
entre los mexicanos, ya cerca de un sombrío menos 20 por ciento de simpatías,
el clan en el poder con escaso aliento y magra credibilidad convoca a la unidad
sin jalar empatías ni ganas de la gente de acodarse con quienes han hundido al
país, junto con sus hermanastros los panistas, en quizá una de las peores
crisis general económica, política y social, en una violencia atroz y una
escandalosa violación de los derechos humanos, amén de la monumental corrupción
e impunidad que a todos los de su clase distingue y deshonra. En su estrategia
andan con ideas tan ralas de imaginación que el señor Peña, en vez de
confrontar con argumentos al señor Trump, balbucea y condesciende con este
locuaz y demagogo personaje al rendirse a sus pies con la tonadilla de que “sí,
el Tratado de Libre Comercio se debe modernizar”, pero más distante de la cruda
y embarazosa situación viene a ser el dicho del secretario de Hacienda, el todólogo
José Antonio Meade, acerca de que importa a México muy poco o casi nada que el
presidente electo de los Estados Unidos haya bloqueado la instalación de la
empresa Carrier en Nuevo León, porque – dice este señor que aloca su
corazoncito por verse entre los aspirantes priístas a la candidatura
presidencial – “sólo traería mil empleos al país”.
Por lo visto al día de hoy y con la suma de las profecías,
el azar y la fortuna de los oráculos de
los analistas y opinólogos sesudos, aquí comienza entonces el final de los
tiempos para los señores encariñados con el poder que enriquece y con las
supuestos opositores, e inician para las demás personalidades que saltarán a la
palestra, si van por delante del interés general. Para unos significa que han
de desechar los altos vuelos y conservar el suelo a sus pies, guardar la
serenidad y templar la energía.
En los estados de excepción los protagonistas han de
adaptarse a la exigencia de la época, a
encontrar una nueva relación de la forma
de conducirse y guiar a los seguidores, porque en una situación extraordinaria,
como la crisis y la sucesión presidencial, pudiera haber encontronazos. Y el
momento especial de una transición sugiere a los mortales serenidad y cautela,
precaverse de contingencias inesperadas, armarse de tranquilidad y quietud,
dejar atrás la soberbia, la astucia y la violencia, la conspiración y el
partidismo para ganar el seguimiento de la gente, para atravesar la turbulencia
de las aguas y alcanzar las mansas orillas de los nuevos tiempos.
*Premio Nacional de Periodismo de 1996
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