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“No temas. ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”, escucha
el Príncipe Chichimeca Cuauhtlatoatzin, “Águila que Habla”, esa fría mañana del
12 de diciembre de 1531, en el inevitable Cuarto Encuentro en el Cerro del
Tepeyac, con la Virgen de Guadalupe, en que, desde el 9 de diciembre, le había
pedido que fuese a ver al inquisidor Fray Juan de Zumárraga y que le dijera que
la Señora del Cielo quería, ahí, en el Norte de lo que hoy es la Ciudad de
México, se le construyera un templo.
La primera aparición virginal fue en la madrugada del sábado
9 de diciembre de 1531, anunciada por un ave llamada Coa o Trogón, cuando iba a
Tlatelolco a buscar un médico para su tío Bernardino. Se le apareció cinco
veces entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531 y le encomendó decir al entonces
obispo, fray Juan de Zumárraga, que, en ese lugar, a unos 10 kilómetros al
Norte de la Ciudad de México, quería que se edificara un templo.
Al ser rechazada la petición por el purpurado, cerca de las
12 horas del martes 12 de diciembre, la Virgen le ordenó al Príncipe Chichimeca
converso al catolicismo como Juan Diego, que cortara unas rosas que
misteriosamente acababan de florecer en lo alto del cerro para llevarlas al
obispo Zumárraga en su ayate.
Refiere el Nican mopohua, un texto incluido en el libro Huei
tlamahuiçoltica, publicado por primera vez en 1649, que cuando Juan Diego
mostró al obispo las hermosas flores durante un helado invierno, se apareció
milagrosamente la imagen de la Virgen, llamada más tarde Guadalupe por los
españoles, impresa en el ayate o tilma.
El prelado ordenó la construcción de una ermita, donde Juan
Diego Cuauhtlatoatzin viviría por el resto de sus días custodiando el ayate en
la actual capilla de indígenas.
Recodemos un magnífico soneto escrito en 1645 por Luis de
Sandoval Zapata, que nació en la Villa de Colima en 1618 o 1620 y murió el 29
de enero de 1671. El historiador y escritor Carlos de Singüenza y Góngora lo
llamó el “Homero mexicano”.
A la transubstanciación admirable de las rosas en la
peregrina imagen de N. Sra. de Guadalupe… Vencen las rosas al (ave) Fénix
El astro de los pájaros expira,
aquella alada eternidad del viento,
y entre la exhalación del monumento
víctima arde olorosa de la pira.
En grande hoy metamórfosis se admira
mortaja a cada flor, mas lucimiento;
vive en el lienzo racional aliento
el ámbar vegetable que respira.
Retratan a María sus colores;
corre, cuando la luz del sol las hiere,
de aquestas sombras envidioso el día.
Más dichosas que el Fénix morís, flores;
que él, para nacer pluma, polvo muere,
pero vosotras para ser María.
A 493 años, los mexicanos pedimos el milagro de salvar a
México de la destrucción, hambre y muerte de la insensible lituana, y escuchar
la frase divina: “No temas. ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”
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