jueves, 11 de diciembre de 2025

La extracción de María Corina

Arcano Literario


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Olinto Méndez Cuevas
Creador digital

Nadie lo supo entonces —y nadie debía saberlo—, pero María Corina Machado llevaba semanas escondida en un ala desocupada de la embajada norteamericana en Caracas. Un cuarto sin ventanas, con el aire acondicionado al mínimo para no llamar la atención térmica, donde apenas dormía y apenas comía. La vigilancia digital de la dictadura era tan obsesiva que los propios agentes de la CIA habían ordenado que no se encendieran luces, no se usaran teléfonos y no se caminaran los pasillos exteriores después del anochecer.

La noche decisiva llegó sin anuncio. Un oficial norteamericano abrió la puerta y dijo simplemente:

—Es ahora.

Dos agentes, vestidos como técnicos de la embajada, la escoltaron por un corredor lateral que conectaba con el estacionamiento. En el sótano los esperaba un vehículo sin placas, un sedán gris anodino, idéntico a los que usa cualquier burócrata bolivariano. Al cerrar la puerta, María Corina sintió que el pulso le golpeaba el cuello como una advertencia. El agente que conducía encendió el motor sin mirar atrás:

—Tenemos nueve minutos para salir sin que lo noten.

Atravesaron el este de la ciudad por calles secundarias, evitando los túneles, los peajes internos, las cámaras. Cruzaron Petare por la madrugada, cuando incluso los delincuentes duermen. Media hora más tarde descendían por una trocha oculta hacia una playa de embarque en Miranda, un arenal apenas iluminado por la luz pálida de la luna. Allí los esperaba un bote pequeño, de fibra, con dos motores y un piloto que no hablaba español.

—Primera fase —dijo el agente—. Desde aquí navegamos sin luces hasta Falcón.

El mar estaba en calma. Nadie habló durante las cuatro horas que tomó cruzar la franja costera desde Oriente hacia Occidente. Solo el viento, el ronroneo del motor a bajas revoluciones y la sombra oscura del litoral venezolano acompañaron la travesía. A la altura de Tucacas, el piloto apagó los motores y dejó que la corriente los acercara silenciosamente hasta una playa cercana a Chichiriviche. Allí, ocultos entre los manglares, aguardaban tres camionetas.

Fue en ese punto donde comenzó la segunda fase: los señuelos.

En la primera camioneta viajaba una mujer de contextura similar a María Corina, con una manta cubriéndole la cabeza. La enviaron por la carretera Morón–San Felipe, donde la contrainteligencia solía ubicar retenes. La segunda siguió rumbo a Punto Fijo por la autopista costera, visible y deliberadamente lenta, como si transportara algo valioso. La tercera —la real, la que llevaba a María Corina— se internó por una vía agrícola en dirección a Sabana Larga, sin pasar por ningún punto de control.

La dictadura mordió el anzuelo. Drones, patrullas, vehículos tácticos y comandos encapuchados se lanzaron en persecución de los dos falsos blancos.

El tercero siguió su curso sin ser detectado.

A las tres de la madrugada, ya en Sabana Larga, la esperaba una lancha militar de Estados Unidos, pintada en gris mate, con el casco blindado contra ráfagas de calibre medio. Era un modelo Mark VI, habitual para operaciones costeras de baja firma. Tres marines la recibieron con un saludo sobrio.

—A partir de aquí, está usted bajo nuestra protección —dijo el jefe de equipo—. Próxima parada: aguas internacionales.

La lancha avanzó a toda potencia mar adentro. A los quince minutos, las luces del litoral se perdieron detrás de la curvatura de la costa. Fue entonces cuando escuchó el rugido distante, grave, que surgía desde el cielo. Dos aviones de combate —F/A-18 del Pentágono— patrullaban en círculos amplios, invisibles para el radar venezolano pero perfectamente conscientes de cualquier alteración en el espacio aéreo o marítimo.

Era una operación quirúrgica. Sin margen de error.

Pero el mar, caprichoso incluso en las noches más dóciles, cambió de humor. Vientos repentinos procedentes del noreste levantaron olas de casi dos metros, lo suficiente para que la lancha comenzara a golpear contra el oleaje como si fuera una lata. Uno de los motores falló. El jefe de equipo evaluó la situación: a ese ritmo no alcanzarían la zona de encuentro.

—Pediremos extracción vertical —dijo por radio.

El helicóptero apareció veinte minutos después, un NH90 de la Guardia Costera del Reino de los Países Bajos, enviado desde Curaçao. Descendió sobre el mar negro con una precisión casi irreal, iluminando la lancha con un haz tenue que se apagaba y encendía para evitar ser detectado desde el continente.

El mar estaba demasiado bravo para una operación limpia. El cable de rescate oscilaba peligrosamente, golpeado por ráfagas. Dos marines sujetaron a María Corina por las axilas y la aproximaron al punto exacto. Ella se aferró al arnés sin pestañear.

—Vamos —gritó el marine.

La izaron lentamente, mientras la lancha subía y bajaba como un animal herido. En el aire, el viento la zarandeó, haciéndola girar sobre sí misma. Pero el operador del helicóptero mantuvo el pulso firme. En cuestión de segundos la subieron a bordo.

El ruido del rotor era ensordecedor. Uno de los rescatistas neerlandeses le colocó una manta térmica sobre los hombros.

—Bienvenida a cielo seguro —le dijo en inglés—. Rumbo a Curaçao.

Cuarenta minutos después, ya en la base aérea de Hato, comprendió que estaba a salvo. El mar quedaba atrás, junto con un país que la necesitaba pero que no podía protegerla.

Apenas bajó del helicóptero, un oficial neerlandés extendió la mano.

—Ha sido una operación compleja —dijo—, pero usted llegó. Eso es lo importante.

María Corina respiró hondo. Había atravesado la oscuridad, el miedo, la clandestinidad y la furia del mar.

La esperanza —pensó— también tiene sus propias rutas de escape.

“Llegó exhausta, empapada, pero en control absoluto de sí misma”, relató un testigo que estuvo en el hangar.

El silencio oficial

Ni el gobierno venezolano ni sus cuerpos de seguridad han ofrecido una versión detallada de lo ocurrido.

Sin embargo, las fuentes consultadas coinciden en que hubo desconcierto en las primeras horas de la madrugada.

Movimientos desordenados en bases de Paraguaná, llamadas urgentes entre altos mandos y un cierre parcial de comunicaciones marítimas sugieren que la extracción los tomó por sorpresa.

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