Arcano Literario
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Olinto
Méndez CuevasCreador
digital
Nadie
lo supo entonces —y nadie debía saberlo—, pero María Corina Machado llevaba
semanas escondida en un ala desocupada de la embajada norteamericana en
Caracas. Un cuarto sin ventanas, con el aire acondicionado al mínimo para no
llamar la atención térmica, donde apenas dormía y apenas comía. La vigilancia
digital de la dictadura era tan obsesiva que los propios agentes de la CIA
habían ordenado que no se encendieran luces, no se usaran teléfonos y no se
caminaran los pasillos exteriores después del anochecer.
La
noche decisiva llegó sin anuncio. Un oficial norteamericano abrió la puerta y
dijo simplemente:
—Es
ahora.
Dos
agentes, vestidos como técnicos de la embajada, la escoltaron por un corredor
lateral que conectaba con el estacionamiento. En el sótano los esperaba un
vehículo sin placas, un sedán gris anodino, idéntico a los que usa cualquier
burócrata bolivariano. Al cerrar la puerta, María Corina sintió que el pulso le
golpeaba el cuello como una advertencia. El agente que conducía encendió el
motor sin mirar atrás:
—Tenemos
nueve minutos para salir sin que lo noten.
Atravesaron
el este de la ciudad por calles secundarias, evitando los túneles, los peajes
internos, las cámaras. Cruzaron Petare por la madrugada, cuando incluso los
delincuentes duermen. Media hora más tarde descendían por una trocha oculta
hacia una playa de embarque en Miranda, un arenal apenas iluminado por la luz
pálida de la luna. Allí los esperaba un bote pequeño, de fibra, con dos motores
y un piloto que no hablaba español.
—Primera
fase —dijo el agente—. Desde aquí navegamos sin luces hasta Falcón.
El mar
estaba en calma. Nadie habló durante las cuatro horas que tomó cruzar la franja
costera desde Oriente hacia Occidente. Solo el viento, el ronroneo del motor a
bajas revoluciones y la sombra oscura del litoral venezolano acompañaron la
travesía. A la altura de Tucacas, el piloto apagó los motores y dejó que la
corriente los acercara silenciosamente hasta una playa cercana a Chichiriviche.
Allí, ocultos entre los manglares, aguardaban tres camionetas.
Fue en
ese punto donde comenzó la segunda fase: los señuelos.
En la
primera camioneta viajaba una mujer de contextura similar a María Corina, con
una manta cubriéndole la cabeza. La enviaron por la carretera Morón–San Felipe,
donde la contrainteligencia solía ubicar retenes. La segunda siguió rumbo a
Punto Fijo por la autopista costera, visible y deliberadamente lenta, como si
transportara algo valioso. La tercera —la real, la que llevaba a María Corina—
se internó por una vía agrícola en dirección a Sabana Larga, sin pasar por
ningún punto de control.
La
dictadura mordió el anzuelo. Drones, patrullas, vehículos tácticos y comandos
encapuchados se lanzaron en persecución de los dos falsos blancos.
El
tercero siguió su curso sin ser detectado.
A las
tres de la madrugada, ya en Sabana Larga, la esperaba una lancha militar de
Estados Unidos, pintada en gris mate, con el casco blindado contra ráfagas de
calibre medio. Era un modelo Mark VI, habitual para operaciones costeras de
baja firma. Tres marines la recibieron con un saludo sobrio.
—A
partir de aquí, está usted bajo nuestra protección —dijo el jefe de equipo—.
Próxima parada: aguas internacionales.
La
lancha avanzó a toda potencia mar adentro. A los quince minutos, las luces del
litoral se perdieron detrás de la curvatura de la costa. Fue entonces cuando
escuchó el rugido distante, grave, que surgía desde el cielo. Dos aviones de
combate —F/A-18 del Pentágono— patrullaban en círculos amplios, invisibles para
el radar venezolano pero perfectamente conscientes de cualquier alteración en
el espacio aéreo o marítimo.
Era una
operación quirúrgica. Sin margen de error.
Pero el
mar, caprichoso incluso en las noches más dóciles, cambió de humor. Vientos
repentinos procedentes del noreste levantaron olas de casi dos metros, lo
suficiente para que la lancha comenzara a golpear contra el oleaje como si
fuera una lata. Uno de los motores falló. El jefe de equipo evaluó la
situación: a ese ritmo no alcanzarían la zona de encuentro.
—Pediremos
extracción vertical —dijo por radio.
El
helicóptero apareció veinte minutos después, un NH90 de la Guardia Costera del
Reino de los Países Bajos, enviado desde Curaçao. Descendió sobre el mar negro
con una precisión casi irreal, iluminando la lancha con un haz tenue que se
apagaba y encendía para evitar ser detectado desde el continente.
El mar
estaba demasiado bravo para una operación limpia. El cable de rescate oscilaba
peligrosamente, golpeado por ráfagas. Dos marines sujetaron a María Corina por
las axilas y la aproximaron al punto exacto. Ella se aferró al arnés sin
pestañear.
—Vamos
—gritó el marine.
La
izaron lentamente, mientras la lancha subía y bajaba como un animal herido. En
el aire, el viento la zarandeó, haciéndola girar sobre sí misma. Pero el
operador del helicóptero mantuvo el pulso firme. En cuestión de segundos la
subieron a bordo.
El
ruido del rotor era ensordecedor. Uno de los rescatistas neerlandeses le colocó
una manta térmica sobre los hombros.
—Bienvenida
a cielo seguro —le dijo en inglés—. Rumbo a Curaçao.
Cuarenta
minutos después, ya en la base aérea de Hato, comprendió que estaba a salvo. El
mar quedaba atrás, junto con un país que la necesitaba pero que no podía
protegerla.
Apenas
bajó del helicóptero, un oficial neerlandés extendió la mano.
—Ha
sido una operación compleja —dijo—, pero usted llegó. Eso es lo importante.
María
Corina respiró hondo. Había atravesado la oscuridad, el miedo, la clandestinidad
y la furia del mar.
La
esperanza —pensó— también tiene sus propias rutas de escape.
“Llegó
exhausta, empapada, pero en control absoluto de sí misma”, relató un testigo
que estuvo en el hangar.
El
silencio oficial
Ni el
gobierno venezolano ni sus cuerpos de seguridad han ofrecido una versión
detallada de lo ocurrido.
Sin
embargo, las fuentes consultadas coinciden en que hubo desconcierto en las
primeras horas de la madrugada.
Movimientos
desordenados en bases de Paraguaná, llamadas urgentes entre altos mandos y un
cierre parcial de comunicaciones marítimas sugieren que la extracción los tomó
por sorpresa.
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