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...hagggggg! ¡Cuánto duele! Se parte mi pecho. ¡Se hace añicos! ¡Oh, Dios! ¿Por qué lo permites? ¿Por qué a mi?”, grita la delgada veinteañera con su cuerpo semidesnudo pegado a la pared, con la frente sobre su antebrazo izquierdo en la pared con el puño en que destaca su anillo de matrimonio, y la mano derecha colgante con una tiza negra que acaba de escribir: “Odio amar”.
Gime. Los sollozos penetran a los escasos transeúntes que pasan por el lugar. Aunque solamente observan para alimentar su morbosidad. Comentan entre ellos: “¡Pobre!” Es la normalización del sufrimiento... en cuerpo ajeno. Cómo si estuviese muy lejano a los observadores, en tiempo y forma. Cómo si nunca les fuese a pasar.
¡Ah, condición humana! Inmunes al dolor del otro, hasta que nos pasa, hasta que nos duele. Si bien es cierto que es diferente la forma, también es cierto que el fondo el mismo, aunque... ¡lo personalizamos egocéntricamente! A nadie le pasa más que a mí. Este dolor es único porque lo siento yo.
En eso, la adolorida empieza a girar el cuerpo. Lo que alguna vez fue blusa, lo que alguna vez fue falda, está rasgados, ¡hechos jirones! Mojados y manchados de tierra. Se intuye que el frágil cuerpo femenino ¡fue arrastrado! Se reafirma esa idea por los moretones en las muñecas y los signos violentos en los cabellos.
“¡Aaahhhh!”, exclaman ahogadamente los observadores del rostro cristificado: Los labios hinchados y sangrantes, los ojos casi cerrados, as mejillas enrojecidas y empiezan a formarse los moretones que le dan una tonalidad de putrefacción. Hematomas dibujados en toda la geografía corporal. La cristificada intenta caminar y se desvanece.
La escena conmueve a un sexagenario. Extrae de su saco de brillante tela por el uso, su teléfono celular y se comunica al número de urgencias. Le dicen que espere. Le toman su información personal. Espera larga y angustiante de media hora. El ulular de la sirena se mantiene mientras los paramédicos toman los signos vitales de la joven, la acomodan en la camilla mientras le suministran suero con analgésicos.
Una escena que desvía la atención del momento en que dos policías golpean por la espalda al hombre que pidió auxilio. Lo esposan. Los arrojan en el asiento trasero de la patrulla mientras avientan con un golpe a una mujer de complexión casi esquelética, de un metro cincuenta y cinco, ¡su mujer!, al intentar defenderlo. La espantan los corpulentos y panzones uniformados de un metro sesenta y cinco, con palabras altisonantes y groserías. Y la dejan tirada en el suelo. Se encaminan a la central policiaca.
Allá, en la sala de emergencia del hospital, la mujer logra recuperar la conciencia. En su declaración primaria, identifica al responsable: ¡Su esposo! Con voz temblorosa, suplica que no le vayan a decir nada porque ¡ahora si la mata! Los agentes que levantan la declaración se dicen en susurro entre ellos:
-”Mire pareja, yo la conozco. Es la esposa del comandante. Y me acaban de avisar que ya detuvieron al culpable de golpearla para robarle su celular y está en los separos de la Comisaría”. Intercambian una sonrisa cómplice y vuelven sobre el escrito de la declaración para ajustarla a la información de última hora.
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México, 21 de noviembre del 2024.
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