Arcano literario
Mario Luis Altuzar Suárez
Réquiem
por México
Paseando por la orilla de la playa solitaria, vi venir de
lejos a Alberto, después de tantos años… y lloré por ser tan distinto al que
conocí lleno de vida, rozagante y parlanchín al compartir sus sueños y volar en
completa libertad. ¿Qué le sucedió? ¡Cuánta tristeza genera la descomposición
corporal! Cuesta trabajo decirlo, pero es la realidad: ¡Fue reducido a un
fiambre! Con escasos dientes en un rostro sin carne y pellejudo colgante.
Sobresalen las cavernas de las cuencas de los ojos que ¿en dónde saltaron para
reinar la oscuridad?
Cómo se diría en los cuentos clásicos: Érase que se era. Y
al verlo, ya no es y jamás será. Me acerco sigilosamente. Al llegar a él, toco
con mi dedo índice derecho, el hueso de su clavícula izquierda. Apenas mueve la
cabeza con una lastimosa sonrisa que lacera mis sentidos. Cae de bruces. Se
arrastra para reacomodar ese cuerpo convertido en un saco de huesos, en lo que
se podría llamar, sentado de frente al mar.
Mueve su dedo índice derecho hacia lo que alguna vez fueron
labios. Apenas audible lo que musita: “Shhhh. Shhhh. Shhhhh”. Silente, me
arrellano a su lado. Indica, al señalar su oído derecho, que escuchemos. ¡No
que oigamos! Oír: Esa concepción superficial y apática para recibir,
decodificar y procesar mentalmente los sonidos. Nos invita a escuchar, a concentrar
los sentidos en una sola acción: Recoger los sonidos de las olas del mar.
Arranca de sus debilitadas cuerdas bucales, una siseante
frase: “¿Lo essscucha usssted?” Mi compresión es limitada y muevo la cabeza
negativamente. Exclama: “¡Ssse queja! ¡Reclama! Es clara la vozzz. Más
entendible que la mía. Pregunta el por qué permitimos que la asesinara un
psicópata. ¡Todos estuvimos allí, los más, a carcajada batiente y aplaudiendo
como morsas con miradas perdidas en la locura de ser testigos de ese crimen!”
Aspirado con dificultad por los pulmones reducidos a
despojos, y prosigue: “Los menos, ¡desesperado y angustiados por la impotencia
generada por el miedo! Aterrorizados por el sangriento uso indiscriminado del
poder. ¡No nos arrodillamos! ¡Nos arrodillaron con las culatas de sus fusiles! ¡Nos
debilitaron al desangrarnos con sus balas! Al dejarnos sin alimentos,
condenados a muerte, sin morirnos de inmediato.
Interrogo: “¿Cómo es eso? ¿En dónde fue?” Me regala la mueca
de una sonrisa y me jala de la cabeza para poner mi oído en lo que alguna vez
fue su boca: “¿No te acuerdas? Allí estuviste. ¡Pasamos todo el proceso, todo
el purgatorio! Lloramos hasta quedarnos sin lágrimas por todos los muertos,
¡nuestros muertos!, con los que alimentamos a la tierra. Cobró carta de
naturalización el resignado silencio ante el asesinato para robarnos las casas,
el dinero, ¡nuestros sueños y esperanza!”
Siento el frío del agua marina. Penetra por la planta de mis
pies y sube por las piernas, hasta apoderarse de todo mi cuerpo. Apenas suspiro
al cerrar los ojos para no ver el entorno, pero… ¡es peor el interior, al
regresar esas imágenes apocalípticas de la caída de cuerpos sangrantes!”
Alberto da gracias al cielo. ¿Por qué? Y lo entiendo. Murió sin
morir, al ver el asesinato de la familia, vecinos, amigos, ¡a todo el país! Y
vino a esta playa solitaria, a exhalar el último aliento, el último suspiro
adolorido por haber incumplido en salvar a la Madre Patria. Se culpa. Empero,
era uno contra los enceguecidos por la limosna monetaria que les llevó a la
complicidad de la traición del hambriento de hombre, del sediento de sangre.
Ahora lo entiendo, en los estertores mortales de su cuerpo. ¡Somos los
insepultos en el basurero de la historia! Cuando ese lugar era de ellos.
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, México, 22 de agosto del 2024
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