* Se realiza por 4 días el 47 Foro Económico Mundial en Davos, Suiza, a partir del 17 de enero. Se espera la asistencia de Enrique Peña Nieto, presidente de México, que enfrenta la peor crisis económica y social por el draconiano aumento del 20 por ciento en los combustibles. En tanto, Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, canceló su viaje para hacer frente a la peor crisis política por corrupción. Y empiezan a emerger los temas centrales de la cumbre.
Por World Economic Forum
Con la colaboración de Project Syndicate
El populista Donald Trimp, de ascendendia nazi. |
El año 2016 mostró que la durabilidad de la democracia
liberal ya no puede darse por sentada, ni siquiera en Occidente. De hecho, el
análisis que hace el politólogo Yascha Mounk (de la Universidad de Harvard) de
los datos de la Encuesta Mundial de Valores muestra que en muchos países
occidentales, la confianza de la opinión pública en la democracia viene cayendo
desde hace bastante tiempo.
¿Cómo se explica esta tendencia? Los cimbronazos políticos
de 2016 hacen pensar que muchas personas están frustradas por la inacción de
las democracias y creen que no se están abordando con la decisión necesaria
cuestiones como el estancamiento salarial, el desempleo, la desigualdad, la
inmigración y el terrorismo. Los sistemas políticos de los países democráticos
parecen sumidos en un estado de sopor permanente, lo que impulsa a los votantes
a apoyar a líderes fuertes, que prometen terminar con la parálisis política y
barrer toda resistencia burocrática a la implementación de nuevas políticas
audaces.
Estos líderes (que aseguran ser los únicos capaces de
resolver los problemas de sus países) suelen proceder del mundo corporativo.
Mucha gente considera que un ejecutivo exitoso es alguien capaz de cumplir
objetivos bien definidos, de modo que un hombre de negocios podrá resolver
problemas sociales que eludirán a un político.
Pero este modo de pensar es engañoso, porque el liderazgo
político es fundamentalmente diferente del liderazgo corporativo. En la jerga
de los economistas, es la diferencia entre el análisis de equilibrio general y
el de equilibrio parcial. Los líderes corporativos son responsables ante sus
accionistas y no necesitan preocuparse demasiado por lo que le suceda al resto
de la sociedad. Si para maximizar ganancias hay que reducir costos y personal,
el líder corporativo puede eliminar puestos de trabajo y pagar indemnizaciones
a los trabajadores redundantes. Después de eso, que de su situación se encargue
otro (es decir, el Estado).
Los líderes políticos, en cambio, están sujetos al principio
de “una persona, un voto”, y tienen la responsabilidad de cuidar a ricos y
pobres, a empleados y desempleados, por igual. Los políticos tienen que
asegurar nuevas oportunidades a los trabajadores desempleados, so pena de
perder sus votos.
No quiere decir que el trabajo de un ejecutivo sea más
fácil; pero sin duda es mucho más definido. Aquellos líderes que encaran una
tarea política con mentalidad corporativa tenderán a pensar más en la
eficiencia que en la inclusión. Pero si sus reformas desatienden o enemistan a
demasiados votantes, no serán duraderas.
Como vimos en 2016, los países occidentales necesitan con
urgencia hallar modos de compensar o ayudar a los perdedores de la economía
global moderna. Es una dura lección que los países poscomunistas aprendieron en
los noventa. Según el reciente informe “Transición para todos” del Banco
Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, la inmensa mayoría de la
población de esos países salió perjudicada en los primeros años de las reformas
promercado.
Cabe destacar que muchos de los que apoyaban esas reformas
también preferían “líderes fuertes”, con el argumento de que, puesto que las
reformas eran impopulares, era necesario imponérselas a la población, ya que
procesos excesivamente democráticos las frustrarían. Por desgracia, esta idea
fue contraproducente. Algunos de esos líderes fuertes consiguieron implementar
reformas en poco tiempo, pero sólo beneficiaron a una minoría de personas, y a
la larga muchas se revirtieron.
Un ejemplo típico son las privatizaciones. Las empresas
estatales son casi siempre ineficientes, y suelen acumular mano de obra. Así
que cuando se las privatiza, su eficiencia aumenta, pero también descartan
trabajadores. Desde un punto de vista de equilibrio parcial, en el nivel de la
empresa, el cambio es positivo; pero si uno se detiene a pensar en el bienestar
de los trabajadores despedidos y en las consecuencias sociales desde un punto
de vista de equilibrio general, tal vez no lo sea.
Si en una privatización se despide a demasiados trabajadores
sin darles compensación, puede perder legitimidad ante una mayoría de la
ciudadanía, y eso debilitará el apoyo a la propiedad privada de empresas
productivas. Es justamente lo que sucedió en varios países poscomunistas en los
que ahora “privatización” es una mala palabra.
El daño causado por algunas reformas impopulares duró mucho
más que las reformas mismas. En muchos países poscomunistas, el sufrimiento que
provocaron creó las condiciones políticas para el ascenso de líderes populistas
autoritarios, que en algunos casos, aprovecharon el proceso de anulación de las
reformas para eliminar contrapesos institucionales a su poder y así dificultar
la oposición a sus decisiones. Luego, una vez consolidado el poder,
redistribuyeron la riqueza del país entre sus aliados. Como era de esperar, la
desigualdad de ingresos en muchos de estos países es peor ahora que cuando
abandonaron las privatizaciones y otras reformas.
Por eso las instituciones democráticas son tan importantes:
permiten a los perjudicados por las reformas obtener compensación. Con el
principio de “una persona, un voto”, los “perdedores” pesan lo mismo que los
“ganadores”. Como las políticas realmente democráticas deben ser inclusivas,
implementar reformas en una democracia demanda tiempo y esfuerzo, pero el arduo
proceso de construir coaliciones reformistas amplias también garantiza la
continuidad de esas políticas.
En el largo plazo, las reformas inclusivas perduran, las
reformas rápidas y forzosas, no: la tortuga de la democracia le gana a la
liebre de la dictadura benevolente.
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