En las nubes
Carlos RAVELO GALINDO, afirma:
Más parecido a su madre alemana y a su abuela polaca que a
sus progenitores franceses y borbones, Luis XVI era un joven príncipe de veinte
años de edad de parecer físico semiatletico, alto, corpulento, pero con una
gran desgracia para su patria: padecía un desarrollo mental retardado.
(Entre paréntesis, como en el que tenemos en México)
Ya púber y casado con María Antonieta, con la cual estuvo
siete años sin poder consumar el matrimonio, lo que para la constitución
endocrina de ella era un verdadero fracaso.
Esta reina consorte ha pasado a la historia con más fama de
frívola que de perversa, y por dos grandes vicios: el juego en el que apostaba
sumas enormes de dinero, y el gusto por coronar diariamente al rey con sendos
cuernos. Mientras él dormía, hacía
llevar a su lecho a numerosos y variados amantes.
Luis XVI no tenía otra pasión que la caza, de la cual
llevaba puntual anotación; el día que no lograba cazar alguna pieza escribía la
frase “hoy nada”.
El nada reaparece en días trágicos para la Corona y el
Estado. ¡Nada! Este nada es Luis XVI.
Casi siempre se puede ser nada o nadie y actuar como papa,
rey o emperador, pero en épocas en que se impone un cambio de régimen, el
rey-nadie es la victima de todos los errores futuros, presentes y pasados.
Nos recuerda nuestro amigo Fernando Calderón Ramírez de
Aguilar que la mala e inconveniente personalidad de sus antecesores (petulancia
de Luis XIV y poltronería de Luis XV), habían impedido el gradual desarrollo de
un nuevo sistema de gobierno en Francia.
Y, añade nuestro médico que
esas cortes eran más bien propicias para China que para la corte gala de
Versalles según juzga el excelente historiador Hippolyte Adolphe Taine.
Muchos autores mencionan que al parangonar a China con
Versalles se injuria a los mandarines que eran letrados, conocían sus clásicos
y mantenían una dignidad oficial.
Cuando nació la primogénita María Teresa Carlota, María
Antonieta exigió reducir a ochenta personas la servidumbre para una niña de dos
meses, en tanto que la de cada uno de los hermanos del rey alojados también en
Versalles pasaba de 600 entre guardias y criados.
Tal era el estado que guardaba el Palacio en esa época para
cuidar a sus Astros y su Sol: el conde de Artois, el conde de Provenza, María
Antonieta y Luis XVI.
En cambio, Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y
Barón de Montesquieu, define a un noble francés de su época como “uno que tiene
antepasados y está cargado de deudas y de pensiones”, invoca Calderón.
La nobleza abandonó al rey de la manera más cobarde. Éste
había perdido conciencia del deber y olvidado a lo que lo obligaban sus
privilegios. Incluso la reina se refería a su marido el rey como un pobre
hombre.
Aunque pobre de cacumen, el rey comprendía perfectamente la
situación y trataba de rodearse de ministros que entendieran de negocios. Su
problema principal era como acabar tanto con el déficit actual como con el
acumulado por los dos reinados anteriores.
Deseaba reorganizar interiormente el país, reglamentar el
comercio y abolir el feudalismo. Pero para lograrlo, había que imponer nuevos
impuestos y mejorar el reparto de los antiguos, así como y dar esperanzas de
que todos estos impuestos ayudaran a
solucionar los conflictos.
Preparados por la filosofía de aquel siglo entusiasmaron
los proyectos de dos ministros de hacienda que en su momento llegaron a
ser inmensamente populares y que el rey favoreció hasta el punto de darles gran
poder.
Anne Robert Jacques Turgot, barón de L'Aulne, más conocido
como Turgot y Jacques Necker.
Uno partidario del libre comercio sin trabas, y el otro
decidido estadista, inclinado a intervenir los precios y regular la oferta y la
demanda. Al parecer, ambos fueron honestos, honrados, tenaces, inteligentes y
generosos.
Turgot esperaba que, sin regular el comercio, habría
abundancia natural de harinas y granos.
En ese tiempo, la mitad del presupuesto de una familia de
obreros era para pan, pero, como siempre, surgieron los monopolizadores y las
malas cosechas y fallas de la economía, el producto se encareció y se generó lo
que se llamó la guerra de las harinas por lo que Turgot tuvo que dejar el
puesto.
Lo sucedió Necker, un ginebrino calvinista sólo medio
francés. Gracias a un artículo que
publicó sobre el comercio de trigos que le dio fama de supereconomista, los
ministros empezaron a consultarle y en 1776 el rey le llamó para suceder a
Turgot.
Era incorruptible y de costumbres irreprochables. Su
tratamiento fue combinar su economía con la de Turgot mediante unos empréstitos
colosales. La estrategia no era mala, y por eso duró en el cargo más que
Turgot.
De no haber habido otros problemas políticos y sociales que
resolver al mismo tiempo, acaso se hubiera evitado la revolución.
Otros ministros comprendían que eran
sólo paliativos para ganar tiempo y proponían otros remedios.
Como la división de
Francia en provincias con asambleas regionales y municipales que hubieran
acabado por producir una entera reorganización del reino.
Nos recuerda Calderón
Ramírez de Aguilar que en esa época Francia era una monarquía absolutista.
El territorio nacional estaba dividido en treinta provincias
gobernadas por intendentes que eran verdaderos simulacros del poder real.
Algunas eran antiguos reinos anexionados a la Corona de
Francia, en tanto que otras eran generalidades de creación reciente.
El caos administrativo aumentaba día con día y el gobierno
se sostenía fundamentalmente con empréstitos, es decir, préstamos de
particulares al Estado.
En 1786, Charles-Alexandre de Calonne, que había sucedido a
Necker, comunicó mediante una Memoria el estado deplorable del tesoro con
déficits anuales de cien millones de libras, y anunció que venía la ruina total
del edificio del Estado.
Propuso medidas tales que, al ver dudar al monarca, le
planteó que consultara a una Asamblea de Notables antes de proceder a las
reformas.
En su ingenuidad de pobre hombre, el rey creyó que de ello
podría venir la salvación. Los notables tenían que reunirse en Versalles el 20
de enero de 1787.
Escogidos arbitrariamente en la Cámara Real, había entre los
notables sólo seis del brazo popular; los demás eran príncipes de sangre,
prelados, nobles, magistrados, presidentes de municipios, todos de las clases
privilegiadas.
De entre los nobles únicamente descollaba el Márquez de La
Fayette, que contaba con el prestigio que le daba su romántica intervención en
la revolución estadounidense.
Algunos nobles eran personas cultas y, por separado, cada
uno hubiera aprobado las reformas, pero reunidos y en la práctica, no estaban
dispuestos a sacrificar sus privilegios.
La nación presenciaba dicho experimento con maligna curiosidad.
La realidad era que Calonne deseaba era obtener más recursos
mediante impuestos con un fantasma de representación nacional y vociferaba de
las canonjías anteriores.
Algunas voces decían que “Es un ultraje a la nación tratar
de cambiar el régimen sin convocar un Parlamento donde estaría representado el
brazo popular".
De ahí surgió la terrible sentencia por parte del procurador
de Aix que decía que “Ni esta asamblea de notables, ni otras asambleas
parecidas, ni aun el rey, pueden imponer este impuesto territorial. Únicamente
tendrían derecho a hacerlo los Estados Generales o Parlamento general de todo
el reino, elegido por el pueblo”.
Jurídicamente, el procurador de Aix tenía razón: la
monarquía absoluta había usurpado derechos a los que nunca había renunciado la
nación.
La Fayette propuso que posteriormente se convocara a una
Asamblea Nacional. El nombre era insólito. Se le preguntó si lo que quería
decir eran los Estados Generales, y contestó, “Si mis señores, y hasta algo más
que esto”.
La Asamblea de Notables terminó sus sesiones el 25 de mayo.
No había durado ni medio año y acabaron por declarar que se confiaban al buen
juicio del rey para decidir sobre los impuestos.
En una palabra, abdicaban de un poder que podían reclamar o
conquistar entregándose de pies y manos a la majestad real, con lo que
justificaban el absolutismo borbónico.
Estos son los antecedentes importantes de la revolución que
es necesario conocer para entender la absoluta incompetencia de las clases
privilegiadas. Como hoy en día sucede en México.
Es interesante decir que los escritores reaccionarios atacan
a los sin calzones, a los descamisados, a los rotos, al pueblo, al tercer
Estado o brazo popular.
Parecen decirnos que hay que precaverse contra los de abajo
que son como bestias feroces en los motines y degollinas de la revolución.
Olvidan cuanto mal causaron los de arriba por su testarudez
e ineptitud.
En realidad, una revolución no es el paso de un régimen a
otro régimen, es el paso de un sistema de gobierno a la anarquía. Y de la
anarquía tiene que nacer un nuevo régimen porque el antiguo no tiene vitalidad
para reformarse gradualmente.
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