En las nubes
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Hablar de la cultura Maya representa para nosotros un honor.
Nacimos en la ciudad de México. Pero en la península de Yucatán, Mérida, y Cancún, para ser exactos, nacieron 6 nietos y
7 bisnietos del que escribe.
Nuestro primogénito, el ingeniero Carlos Fernando contrajo matrimonio con Mercy,
yucateca ciento por ciento, y viven en Mérida hace cuarenta años. Nos
han dado nietos y bisnietos. Y, él, editó un libro, del que aprovechamos algo.
También consultamos con el erudito Fernando calderón Ramírez
de Aguilar este trabajo, y nos dijo
que la mejor fuente que brinda el
conocimiento más claro para describir la mitología maya es el Popol Vuh.
Por su parte, en algunas ocasiones los libros del Chilam
Balam Chumayel también aportan algo
sobre la vida maya del siglo XVI.
La deidad más importante para el pueblo maya es Itzamná,
también llamado Zamná. Dios creador y
gran señor del fuego y del órgano cardiaco. Tiene dos representaciones: la
muerte y el renacer a la vida en la naturaleza.
Igualmente, se le simboliza como un dragón celeste bicéfalo
que vierte agua sobre la tierra. Se le atribuye la invención de la escritura,
la medicina y la agricultura. Tiene una vinculación muy especial con el dios
Sol que se denomina Kinich Ahau y con la diosa Luna conocida como Ixchel, la
que se representa como una mujer endemoniada.
Itzamná era gran amigo de Kukulkán, de quien dependía el
viento, y de Chaac, de quien dependía el agua.
Los mayas creían que los hombres tenían dos clases de
sombras: una caliente hija del Sol, y una fría hija de la Luna. El hombre
tendría vida siempre y cuando permanecieran unidos el cuerpo y su sombra. Si
ésta se adelgazaba o se separaba del cuerpo venía la muerte.
Los bacabs (Hobnil, Cantzicnal, Zac-cimi y Hosan-ek) eran
las cuatro deidades más antiguas que habitaban en el interior de la tierra y en
sus depósitos de agua, cuya principal tarea consistía en sostener el
firmamento.
Eran cuatro hermanos que se identificaban con los cuatro
puntos cardinales, los que, a su vez, se asociaban con los colores simbólicos:
el Levante con el rojo, el Septentrión con el blanco, el Occidente con el negro
y el Mediodía con el amarillo.
En ciertas ocasiones se agregaba el centro de color verde,
un árbol (la ceiba sagrada) y un ave.
Entre los pueblos quiches existe otra versión según la cual
serían hijos del dios Hunab Ku, el cual era el dios creador, supremo y
poderoso.
A Chaac, dios del agua y de la lluvia, se le representa con
una nariz como trompa y dos colmillos enrollados que salen de la boca. Las uo
(ranas) son sus acompañantes y actúan como anunciadoras de la lluvia.
Ah Mun, dios del maíz, es una deidad importante que se
mantiene en constante pelea con el dios de la muerte, Ah Puch, el cual reinaba
sobre el más bajo de los nueve mundos subterráneos de los mayas.
Todavía hoy los mayas modernos creen que bajo la figura de
Yum Cimil, el Señor de la Muerte, merodea en torno a las habitaciones de los
enfermos en acecho de su presa.
Ah Puch era el Señor del Noveno infierno, último mundo
subterráneo, el Mictlán, un lugar nauseabundo habitado por demonios espantosos.
Se le representa como un cuerpo putrefacto con una cabeza
casi cadavérica adornada con campanas y collares de huesos y plumas. Siempre
ronda la casa de los enfermos, aunque el ruido de las campanas lo delata, no se
le puede evitar; la única manera que tienen los humanos de confundirlo es agritas
y llanto de una forma sobrecogedora para hacerle creer que no se encuentra en
la tierra, sino que está en el Mictlán y pase de largo.
Otras divinidades asociadas con las tinieblas y la muerte
son Ek Chuah, dios negro de la guerra, de los mercaderes y de las plantaciones
de cacao. Kakasbal, dios maligno que se
manifestaba en formas monstruosas, se hacía invisible como el vaho de la boca y
sus maleficios entraban por la nariz, la boca, las manos, los ojos o los oídos
que provocaban la entrada de su
maleficio por todas las ventanas del alma.
A Ixtab, diosa de los suicidios se le relaciona con la vida paradisiaca y
protegía a los suicidas por ahorcamiento. Su imagen se identifica claramente en
el Código Dresde.
Como ya se habrá observado, la similitud y los contactos
entre la cultura maya y la azteca explican la aparición entre los mayas de
Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, que en Yucatán recibe el nombre de
Kukulkán y en las tierras altas de
Guatemala el de Gucumatz.
En los mitos sobre el origen de Kukulkán destacan las
figuras de sus progenitores Gucumatz y Hurakán, así como Ixpiyacoc e Ixmucane,
abuelos del alba.
Según la mitología maya, al principio todo eran tinieblas y
nada existía, pero de la palabra surgiría el universo. La creación del hombre
pasó por varias pruebas hasta llegar a su estado definitivo. Probaron con barro
y vieron que se deshacía, probaron con madera con lo que sí se movían y
hablaban, pero no tenían alma, entendimiento ni memoria de su creador.
Fueron destruidos con un gran diluvio y el intento
definitivo de la creación concluyó con los hombres de maíz, que fueron cuatro:
Balam-Quitze (tigre sol o tigre fuego), Balam Acab (tigre tierra), Mahucutah
(tigre luna) e Iqui-Balam (tigre viento o aire), los que estaban dotados de
inteligencia, buena vista, facultad de hablar, andar y tomar cosas. Además,
eran buenos y hermosos.
Entre los mayas el desarrollo de los seres humanos se
identifica con el principal cultivo y fuente de sustento, el maíz.
Así, de maíces amarillos y blanco se hizo la carne del
hombre y de masa de maíz sus brazos y las piernas. Únicamente la masa de maíz
entró en la carne de los padres: los cuatro hombres del maíz que fueron
creados.
Los mayas también creían que había trece cielos dispuestos
en capas sobre la tierra y que eran regidos
por sendos dioses, los Oxlahuntiku. La tierra se apoyaba en la cola de
un enorme cocodrilo que flotaba en el océano.
Existían nueve mundos subterráneos, también dispuestos en
capas y regidos por sus respectivos dioses, los Bolontiku, que gobernaban en
sucesión interminable sobre un ciclo o semana de nueve noches.
El tiempo era considerado como una serie de ciclos sin
principio ni fin interrumpidos por cataclismos que significaban el retorno al
caos primordial. El mundo nunca acabaría ya que creían firmemente en la
palingenesia, es decir, en el renacimiento o regeneración de un ser vivo
después de su muerte real o aparente.
En los libros del Chilam Balam se exponen predicciones
acerca de esos ciclos de destrucción y renacimiento, así como de la llegada de
los dzules, los extranjeros que deshicieron todo.
Enseñaron el temor, marchitaron las flores, chuparon hasta
matar la flor de los otros para que viviese la suya: Habían venido a “castrar
al Sol”.
Los mayas lacandones pensaban que cuando se acabara el mundo
los dioses decapitarían a todos los solteros, los colgarían por los talones y
juntarían su sangre en vasijas para pintar su casa.
Posteriormente reconstruirían la ciudad de Yaxchilán donde
se habrían refugiado los lacandones. Otra versión dice que los jaguares de
Cizin, dios del inframundo, al que se relaciona con los temblores de tierra y
con el color amarillo símbolo de la muerte, se comerían al Sol y a la Luna.
En las culturas tolteca, maya y azteca se habla del Mictlán,
el inframundo en sentido general, a donde van los espíritus de las personas que
han muerto de causas naturales.
Está formado por nueve llanuras y nueve ríos, entre los
cuales hay grandes obstáculos como piedras que caen y se golpean entre sí y
producen un gran estrépito.
Vientos feroces que cortan como navajas. Contra todos estos
elementos tenían que luchar los espíritus de los muertos.
Para aplacar los ánimos de estos enfurecidos elementos,
cuando alguien fallecía se mataba a su perro y se le enterraba con su amo, ya
que el espíritu del animal conduciría sin percance a su dueño por el terrible
viaje hacia el Mictlán.
De ahí que la simbiosis entre perro y hombre fuera tan
sólida y perdure hasta la fecha.
Las almas tardaban cuatro años en cruzar estos parajes antes
de llegar a la región de las sombras donde se perdían para siempre.
A
la tierra de los maya-quichés siempre se le miró como tierra bendita. Todo
floreció y los animales se expresaron en su propio lenguaje, se escucha aún el
trino de las aves, el canto del quetzal y el bramido del venado.
Felicidad total. Tranquilidad, paz y cordialidad del pueblo yucateco. Hasta sus
políticos.
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