Por Mario Luis ALTUZAR SUÁREZ
De Arcano Político
Los clonadores del sinaloense Francisco Labastida Ochoa en José Antonio Meade Kuribreña. |
Esta fotografía, ya la vimos. En el 2000 fue aislado,
incluso de sus amigos de la infancia. Emilio Gamboa Patrón y Esteban Moctezuma
Barragán le hicieron una burbuja llamada cuarto de guerra. En entrevistas
periodísticas intentaron justificar la ausencia del candidato presidencial en
los medios. Estrategia, fue el argumento.
El dos de julio del 2000, el rematador del patrimonio
estatal a las transnacionales en donde es un próspero accionista, le arrebató
la cadena nacional al candidato para anunciar la tendencia irreversible del
voto al candidato panista. ¡Con el cinco por ciento de la votación
contabilizada, ya era tendencia irreversible!
El que se sospecha nació en Estados Unidos, quedó con la
boca abierta y después de unos instantes reaccionó para convocar al mitin de la
victoria en El Ángel, al puro estilo de Televisa y su influencia futbolera.
Pocos, o casi nadie, conocía los acuerdos del crédito de
emergencia para superar el “tropezón de diciembre” de 1994, con los “buenos
oficios” del presidente de Estados Unidos. El Padre de la Alternancia
Partidista aseguró la “democracia” electorera.
En la deslucida campaña del consentido de los banqueros
desde diciembre de 1998 en que borró las huellas de la infamia del FOBAPROA y
controló con su hermano hasta el 12 de octubre de 2016, parece solo… bueno, con
Juanita. Y parece asegurada la alternancia
en donde se repiten los nombres de la ingeniería aislacionista pero… ¡en
MORENA, la franquicia electorera del Caín de Macuspana!
El indicio se fortalece en Chiapas. El Señor de Atlacomulco perdonó
el saqueo por 40 mil millones de pesos de su paisano y adoptado que recibió una
deuda por 800 millones de pesos y fortaleció su amistad con el nieto del
iniciador de la estirpe taladora de la Selva Lacandona y derramador de sangre
indígena.
En los medios se crea la ilusión de que el capitalino
escogido como precandidato es cercano al Cuarto de Guerra del descendiente de
irlandeses, para crear la paternidad de la derrota y ocultar la mano que mece
la cuna en el primer abuelo estatal que sin rubor se muestra cercano al enemigo
de la libertad de expresión y de la transparencia en el gasto.
Otros indicios los relata Raymudo Rivapalacio, en su columna
Estrictamente personal del 31 de enero de 2018 en El Financiero, titulada: La
caída de Meade:
La primera encuesta de precandidatos presidenciales dio como
puntero a Andrés Manuel López Obrador. Nada nuevo. Lo que sorprende es que su
diferencia con José Antonio Meade, abanderado del partido en el poder, sea de
dos a uno. Treinta y dos por ciento contra dieciséis por ciento son los números
de la fotografía tomada por la empresa Buendía y Laredo para El Universal, que
permite el parafraseo de que algo está podrido en la campaña de Meade. La
crítica que retomó fuerza es que el precandidato no es el mejor que podría
haber escogido el presidente Enrique Peña Nieto y que hay tiempo para
sustituirlo. Los llamados parten de lo que se ve: un candidato solo, sin
arraigo ni gente en sus mítines, contrario a los tumultos que se veían con los
candidatos priistas de antaño. Pero lo que no se ve es mucho más grave.
La campaña de Meade ciertamente no prende emociones entre
los priistas, pero no puede ser adjudicado, cuando menos en este momento, al
candidato en sí, sino al diseño de la precampaña y a lo que está haciendo Peña
Nieto con él. Para comenzar a entender lo que sucede hay que regresar al
momento en que Meade fue seleccionado como candidato. En el pasado, cuando el
presidente era priista, ahí se daba el cambio de mando. El rey en turno
abdicaba al poder y lo entregaba al heredero. El presidente priista comenzaba a
desaparecer del escenario público, mientras cada día tomaba más fuerza el
candidato priista. Esto no ha sucedido porque el presidente, quizás
egoístamente, no ha empoderado a su candidato, una decisión que permea
negativamente en la precampaña.
Esta decisión, por citar uno de los ejemplos más claros, le
extirpó a Meade una de las facultades más importantes del candidato, el
arbitraje sobre las candidaturas a puestos de elección popular. En el pasado,
el candidato palomeaba a quienes irían a cargos importantes de elección
popular, por lo que cada vez que llegaban a un estado se le arremolinaban
quienes deseaban una candidatura para pedirle apoyo. Muchos de los tumultos en
las plazas los provocaban quienes buscaban su favor, y proyectaban una imagen
de arraigo y aceptación. Al no estar hoy en el centro de esas decisiones, no
existen aglomeraciones porque Meade no tiene posibilidad de influir. Ningún
apoyo que ofreciera les garantizaría una candidatura.
Esta falta de empoderamiento es lo que lo hace ver solo. No
contribuye que el líder nacional del PRI, Enrique Ochoa, le haya impuesto a un
coordinador de giras. Diego Garza, quien iba a ocupar el puesto, quedó reducido
a parte del equipo colocado por Ochoa. Al hacerlo, restándole otra herramienta
de empoderamiento, Meade quedó sujeto a la agenda que le dictan desde el
partido, sin que pueda desarrollar un trabajo estratégico de búsqueda de apoyos
y construcción de redes a partir de su propio diagnóstico y plan de acción. Él
tampoco es dueño de los tiempos de la campaña ni decide a quién ve, con quién
se reúne y cuándo lo hace.
Otro problema toral en la falta de apoyo priista a Meade,
obedece a la exclusión de los gobernadores de la propia campaña. La instrucción
del jefe de la campaña, Aurelio Nuño, transmitida por Ochoa a los gobernadores,
es que ellos no se involucrarían en la contienda presidencial y tendrían que
limitarse al trabajo local. La desincorporación de la campaña presidencial del
resto de las campañas deja a Meade fuera de una estrategia integral, donde
todos los candidatos y candidatas trabajaban coordinadamente para apoyarse con
votos. La única campaña donde Meade está pudiendo hacerla de esa forma es en la
Ciudad de México, donde el candidato al gobierno local, Mikel Arriola, fue una de
las pocas concesiones que se le hicieron.
Meade tampoco tiene acceso a los presupuestos. Cuando lo
ungieron candidato llegó con varios colaboradores muy cercanos. Uno de ellos
fue Ignacio Vázquez, quien era oficial mayor en la Secretaría de Hacienda, y a
quien incorporó para que manejara los recursos. No sucedió, ni sucederá. El
dinero en la campaña no lo manejará Meade, pero tampoco Ochoa, que también está
excluido del control de los recursos. La caja la tiene el secretario de
Finanzas del PRI, Luis Nava, quien sólo responde al presidente Peña Nieto.
Desde Los Pinos se decide, dicho de manera más cruda, dónde, cómo y cuánto
gasta Meade. En este momento, la campaña está deshidratada.
Por todos los ángulos, la campaña se ve escuálida y se
refleja en cada momento público del candidato. No se le puede responsabilizar
realmente de las deficiencias que ha mostrado. La estrategia de la campaña se
decide en un cuarto de guerra que se reúne todos los días en el nuevo edificio
del equipo en Insurgentes, a las siete y media de la noche, donde Meade no
tiene realmente representantes. Los suyos están en el cuarto de guerra de
comunicación, que domina el equipo de Nuño, y en uno más de voceros, que
preside Javier Lozano. Es decir, su equipo ocupa segundos y terceros niveles,
pero no está en la primera línea de decisión.
Cuánto más va a seguir este diseño de control total del
presidente en beneficio del presidente, no se sabe aún. Quizás empodere a Meade
hasta que arranque la campaña formal a finales de marzo. Es una incógnita que
sigue marcando el deterioro de la imagen del candidato y reforzando la
percepción de que no funciona, ni él ni su equipo ni la campaña misma.
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